jueves, 22 de diciembre de 2016

Matemáticas (y III)

Cuatro palabras

Esto son cuatro palabras. A las que añado, no sé si por inercia o por una fuerza interior que me lo dicta, otras veinte.

Sólo digo tres y avanzo pasitos por otro renglón, hasta que alcanzo la idea evidente tras la número diecinueve.

No me gusta contar los instantes. Seis palabras para decir lo más importante, siete para dejarlo claro y once para que no quepa duda. Cuatro para esta pausa.

No me gusta contar palabras, prefiero que sean ellas las que me cuenten a mí.

Cien palabras para un instante. Cien palabras, dichoso número. Hubiera preferido que desearas mil.


Soy una hipótesis

Por mi condición de hombre, preguntas por el canalla, temes al mentiroso, te guardas de mis silencios y te escondes en ese lado femenino al que nunca llego. Te burlas suavemente, a veces, de mi falta de destreza y, otras veces, de la fuerza que no tengo.

Y yo, sin embargo, sé que no puedo con la carga de arrastrar mis ruinas, que convierto en bengalas mis pupilas dilatadas por la fiebre, que me agazapo en tus palabras para darte el espacio convenido. Y yo, sin embargo, vivo en tu lado masculino.

Por mi condición de solitario, estiras el hilo hasta que cruje el poliuretano, te abalanzas en pastillas sobre mis noches en vela, haces tartamudear los teléfonos en los semáforos impacientes y exhibes el confort de tu paraguas de manos justo después de cada lluvia que me cae.

Y yo, sin embargo, te agarroto los pentagramas de la deriva, engarzo libélulas en tus mejillas inmaculadas y voy devanándote madejas infinitas de versos, mojados en la tesitura de voz de un alcohólico sin nombre.

Por mi condición de desparejado, te desligas de los pliegues caóticos de las sábanas de la vigilia, te vendas los ojos fosforescentes en los porteros automáticos de la tarde y me escondes los vaivenes del buzón con las ofertas de la semana.

Y yo, sin embargo, apenas llego a la entrada de los anillos, en vano me diluyo en la sopa cotidiana de la pereza y me escindo en caminatas contra el colesterol que no resuelven ni el anuncio del sudor ni la parsimonia de las pestañas.

Por mi condición de tipo con letras, me miras como a una metáfora rota por el abuso, me tocas las rimas hasta que se desafina el mensaje, me enciendes el destino con un vaso de agua. Me espantas la lujuria embotellada en pronombres y me encandilas los poemas con la luz de las pantallas.

Y yo, sin embargo, tecleo mansamente los sueños de cuarenta y siete peces de acuario, recito las vísceras de los doce candelabros que se han ido apagando poco a poco en la cena y remuevo progresivamente las trescientas sesenta y cinco tazas de soledad con leche que me ha tocado digerir en la escena del hombre tranquilo.

Y yo, que dejé de ser una incógnita para convertirme en incertidumbre, a fuerza de estar en las condiciones en las que me ves, ahora soy una hipótesis. Una intrincada hipótesis genérica que busca descansar en un teorema.

Para demostrarme la vida palmo a palmo, tanto me busco como contraejemplo en los días sin conciencia, que llego a las noches por reducción al absurdo y al espanto.

Y tú, sin embargo, no me preguntas nunca por ti, que eres las alas rotas de mi condición de pájaro. Condición de pájaro que no sabe soplarle con ausencia a tantas velas, en un solo cumpleaños.

martes, 20 de diciembre de 2016

Matemáticas (II)

Cuentas

Estaba haciendo cuentas, siempre se le dieron bien, desde muy niño. Los números no tienen alma, sólo un orden estricto, y él maneja bien las cosas sin espíritu.

Estaba haciendo cuentas, sumando las columnas, con una mano en el debe y con otra en el haber. Pero estaba distraído o es que aquellos números cambiaban de sitio cada dos por tres.

Estaba haciendo cuentas, empezando una y otra vez, porque perdía la cuenta y se le trababan los dedos cuando pasaba de diez. Y vuelta a empezar.

Estaba haciendo cuentas, casando minuciosamente las dos filas, llevándose una con él, repartiendo la vida entre el deber y el haber. Pero no coinciden las sumas, siempre queda algo por poner.

Estaba haciendo cuentas, intentando igualar los montones. Pero los números nunca contienen el alma de lo que se puso en ellos y, por eso, cuando cuenta con los mismos dedos que tocaron el cielo, siempre le toca perder.


Cuenta atrás

Cinco maletas sobre la cama parecen desplegar un adiós sereno cuando decidimos clasificar en ellas los recuerdos. Las palabras caben en una, los gestos en otra y en la tercera el equipaje de sueños que trajimos de nuestros viajes hasta el fondo de los ojos. Otra para las huellas que quedaron en la piel y en el corazón. Aunque dudo que en la última quepan los detalles completos de todo eso que nunca quisimos llamar amor.

Cuatro esquinas tiene la suerte, cuatro esquinas que hemos rozado, pero en ninguna hubo espacio suficiente para retener lo que tuvimos en las manos. Cuatro esquinas, cuatro labios, cuatro vidas y un solo mundo, forman un laberinto despiadado del que cuesta mucho salir aun sabiendo exactamente por dónde anda el hilo que dejamos abandonado.

Tres colores son los que invaden el dibujo de sombras que hay trazado en las retinas. El negro de la noche de tus ojos, el rojo ansioso de tus labios y el azul celeste de las nubes etéreas que modelamos y de las que tan difícil es salir indemne.

Dos finales tienen todas las cosas, dos finales contrarios. Que, en el fondo, son el mismo, porque recuerdo y olvido siempre se acaban uniendo en el infinito con la ausencia que los ha provocado, la que les da y les quita sentido.

Una noche de éstas acordaremos, no importa quién dé el primer paso, que hay que empezar a huir hacia fuera, en lugar de seguir esperando. Que el mundo, a veces, encuentra a quienes salen a buscarlo, pero nunca a los que se quedan quietos. Una última lágrima te consiento, sólo una: la de saber que sólo se pierde lo que no se puede guardar.

Nada… Y después, nada… Azar… Porque tú ya sabes que no hay camino. Que se hace camino al azar.


Número quince

Con el móvil pegado a la oreja, a resguardo del frío que conquista la tarde cuando el sol huye acobardado, espero respuesta…
-Ya estoy en lo de la tinta, dime…
-Me hace falta el cartucho número quince de HP -contesto mientras pienso ” ¡Qué suerte que estuvieras en la tienda! Así me ahorro un viaje” …
-¡Uf! A ver. Sí, aquí están… espera… diecisiete, cuarenta y dos, veintiuno, veintidós… no estos de aquí son cincuentas… Pues no… ¿Te compro mejor el diecisiete? Es ”trú color” …
-¡No, no! Si el que busco es el quince, que tiene sólo negro.
-¿Prefieres el treinta y dos? También es de color.
-¡Nooo! Es que es para una impresora que sólo acepta el cartucho número quince.
-¡Ay, mira, no sé! ¡Pues el treinta! Ese sí está aquí. Además, durará más… digo yo…
-¡Déjalo! Déjalo y no me traigas ninguno, es igual.
-¡Bueno, bueno, no te cabrees conmigo! Encima que te hago el favor…

No pasaría esta escena, del anecdotario no escrito, ese que todos llevamos de cabeza, al pasadizo secreto de este laberinto, de no ser porque, después de sucedido, me ha recordado las muchas veces que nos empeñamos, hasta la angustia incluso, en darle a los demás exactamente lo que no necesitan.

Porque, seguramente, somos capaces de querer a quienes nos aprecian. Pero es bastante raro que acertemos cuando y, sobre todo, cómo. Por otro lado, ¿qué pedirle a los demás cuando ni siquiera nosotros sabemos lo que nos falta?

Es muy posible que, lo más sensato, sea darles, sencillamente, lo que tenemos, lo que sabemos dar. Y que ellos nos vayan orientando. Así podría ser todo mucho más simple, pero ¡qué frío es el orgullo y cómo quema el fracaso!

Para curiosos, y para amantes del melodrama, añadiré que, al final, hubo cartucho. Pero no he podido verle el número… Venía envuelto en un abrazo.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Matemáticas (I)

Blanco y negro

Dicen las estadísticas
las verdades más frías
y las mentiras más candentes.
En ellas se refugia
la ignorancia de las cosas
escrita con números rígidos.
Se aturden milimétricamente las certezas
con palabras esdrújulas y genuflexas
que adoran al dios minúsculo
que nos quiere idénticos a todos.
El alma se reduce a dígitos,
a fotogramas ínfimos de una vida extensa,
a indicios de un silencio consabido
que nadie pronuncia,
al término medio inexistente
en lo implícito de las conciencias.

Y puede ser que acierten,
que la mezquindad del mundo
sea la leche más mamada,
que no seamos más que números
que bailan en una tabla
y que el corazón de los hombres
haya sucumbido a las matemáticas.

Puede ser que acierten con su catalejo
y que yo, viviendo a simple vista,
y mirándote como te miro, absorto,
no entienda la desviación típica
ni la frecuencia con la que los otros
puedan sentir lo mismo que yo siento.

O será que es que no comprendo,
por culpa de este absurdo romanticismo
con el que miro hacia el brillo de tus ojos
—o será que no quiero entenderlo—,
que los colores del mundo que veo contigo
puedan estar escritos en blanco y negro.


Cien

La besó. Cerró los ojos y la besó. La beso cien veces pequeñas, cien veces grandes, cien veces contando hasta doce y luego doce veces contando hasta cien.

La abrazó cien veces por cada lado y el mundo se apagó cien veces. Entonces sintió en cien hombros su cabeza y cómo su cien veces calor iba derritiendo el vacío que le congelaba por dentro. Sus brazos rodearon cien veces su cuerpo, cien veces sus brazos y un sólo cuerpo que abrazar tan desde dentro que cien veces se le olvido respirar.

La acarició con un dedo lentamente, trepó por su vientre hasta la suavidad de sus senos y quiso quedarse en ellos cien veces. Cien veces recorrió con los labios el perfil de su cuello cien veces suave, cien veces tierno. Con su cien veces lengua quiso quedarse en la humedad de la huella que fue dejando al descubierto en su piel.

Quiso meterse en ella cien veces por su oreja, cien veces por sus labios, cien veces por su pelo. Cien veces quiso moldear sus piernas, cien veces quiso no dejar de tocar el cielo. Ella decía o reía besos, suspiraba o entornaba caricias, pulsaba o retenía el tiempo.

Entonces él la beso. La besó cien veces, sabiendo que eran las últimas cien lenguas de este año cien veces difícil y cien veces año. Pero aunque se escanció en cien besos grandes y en cien besos minúsculos, ninguno de ellos fue el último, ni le agotó la sed.

Aún le quedan cien labios que abrir y cien ojos que cerrar en el próximo beso.

martes, 13 de diciembre de 2016

Costumbre

No estábamos seguros.
Y aquel esfuerzo por parecerlo
fue dibujando la traición más desolada,
como si nos hubiéramos perdido de vista
mirándonos a los ojos,
acaso tropezando con la piedra misma.

Como niños que juegan a inventar colores
y acaban manchando de ocre
el porvenir de los pinceles,
inventamos un modo de irse alejando,
una manera de apartar lentamente
a quien te conoce tan palmo a palmo
que cualquier roce de su cuerpo significa
desvelar el esqueleto de tu historia.


Recuerdo haber cantado miedo y vino
en el sótano de algunas noches
en las que la duda era un pájaro
y el corazón consistía
en pasear descalzos por el parque.

Ignorábamos entonces
que el calor que desprenden
dos cuerpos desacertados abrazándose
como al salvavidas de un naufragio,
no necesitaba arreglo alguno
porque ser imperfectos y turbios
no significa estar rotos.

Pero no estábamos seguros.

Así que suponerlo todo
se convirtió en una ciudad muy pequeña,
casi deshabitada, con un cine muy estrecho
en donde proyectaban la fe de aquellas películas
en las que éramos subtituladamente felices
al mismo tiempo que lo contrario.

Y ahora que el tiempo ha corrido
en lugar de seguir andando,
continuo sin saber, sin estar seguro,
sin haber perdido esta viscosa costumbre
de esforzarme en parecerlo,
a pesar de que hace ya muchos insomnios
que el olvidado para qué.

lunes, 12 de diciembre de 2016

Conocimiento del medio (y III)

Trasplante

¿Se puede vivir con el corazón de otro,
notar como fluye en nosotros su sangre,
ver con sus ojos abiertos y mirarse
a distancia pero por dentro?

¿Se puede sentir una herida ajena
que parece hecha con dolores propios?
¿Se puede tener una vida en otra cabeza,
en el centro de otro cuerpo,
respirando en otro soplo?

¿Puedes contagiarme la realidad tuya?
¿Puedo contraerla, padecerla,
que luche contra mis defensas
y, una vez debilitada o muerta,
devolvértela inocua?

Sí, se puede, es preciso que se pueda.
Pero no hay que inventarse un trasplante,
ni colocar sensores electromagnéticos
alrededor del corazón o de las cabezas.

Basta con vivir muy cerca, tan juntos
que a ratos nos estorbemos,
a tan poca distancia que no distingamos
quien de los dos ve lo que vemos.

Tan cerca, que las pesadillas y los sueños
nos tapen con la misma sábana.
Así podré contagiarte mis sueños,
podrás contraerlos, padecerlos,
que luchen contra tus defensas
y, una vez debiltados o muertos,
devolvérmelos inocuos
o cumplidos.


Esqueleto

Este esfuerzo de armonizar palabras,
encontrar el acento,
subrayar el silencio y enhebrar el énfasis,
conmoverse y verse como desde fuera de la escena
para luego volver a entrar dentro,

este añadirte a los versos en la intención disparada,
en la letra consabida, en la atracción que quizá
ejerzan sobre el otro universo posible,

este modo de regar las cosas pequeñas
con miradas que se parecen a los tuyas,
de querer cortar el agua y romperla
en mil pedazos de plata y lluvia,

esta manía de esculpir para siempre
encuentros fugaces, de llamar a las cosas
por su otro nombre desconocido,
de remover la sopa de la vida
antes de dejarla reposar en el fondo del plato,

esta necesidad de encontrar renglones
de la talla precisa, de manejar palabras
que me aplastan, que me vienen grandes
o que me encogen sobre ti,

este ímpetu desordenador de instantes,
como si quisiera armar el puzle de otra caja,

este modo desenfocado de levantar acta de la distancia,
de tomarse los días como un breviario
y correr sobre las noches un tupido desvelo,

este palpar lo real en el deseo
de lo imaginario, esta confusa fritura de conceptos
en témpura de nubes, este caos
que siempre está al borde del riguroso orden alfabético,

esta, en fin, silueta del destierro
que te está esperando aquí escrita,
no tiene nada que ver con la poesía.

Es mi esqueleto.

viernes, 9 de diciembre de 2016

Conocimiento del medio (II)

Porcelana

Allí extendida sobre la mesa,
campo mojado que espera lluvia
con los ojos cerrados,
tú estuviste primavera.

¡Cuánta ternura de labios!

La pregunta era respuesta,
el calor tenía poco espacio
y el aire, qué sé yo el aire,
tibio, dulce, respirado.

¡Cuánta ternura de labios!

Arcilla con amor de tierra,
caricias de horario artesano
en el torno de tu lengua
y en el calor de mis manos.

¡Cuánta ternura de labios!

Tendida allí, sobre la hierba,
temblando encima del calendario.
Alrededor, qué poca primavera,
pero en tus vértices ¡cuánto verano!


XVIII

Me despierto tal vez
y alguien
desnudo como yo
está a mi lado,
con una inesperada soledad
y los ojos en deuda con la noche,
hablándome de ti,
preguntando la historia de tu ausencia.

(Luís García Montero, Diario Cómplice, 1987)



La impertinencia de las hojas secas

Amanecen en el patio, secas, reposando después de un vuelo breve, casi un baile con el viento.

Entonces, armado de escoba y en armonía con la pendiente, las barro lentamente, dejo que jueguen un poco antes de meterlas en el recogedor.

Otras, las más, otras que cayeron a la tierra huyendo de la escoba, se dejan seducir por el rastrillo y se acercan a mis pies tímidamente.

Con las manos, las reúno en puñados que crujen -si no fuese porque me creerías loco, diría que crujen con la risa de las cosquillas- y las obligo a compartir el mismo olvido que a las otras.

Se suda, por el calor y porque yo sudo con poco, y después de la tarea apetece subir a lo alto de la escalera y encender un cigarro. El humo hace garabatos en el pensamiento y sabe a gloria ese escalofrío de la brisa que se levanta como queriendo llevarse las gotas de sudor.

Todo límpio, tranquilo, fresco el cuerpo a la sombra, quizás felicidad. Y vuelvo el rostro a contemplar la obra realizada y... ¡Será posible! Una imprecación, una incredulidad hecha parpadeo.

Nuevamente, hojas secas desparramadas por el patio, como notas de un pentagrama. Y como un Sísifo moderno, con un enfado que se va convirtiendo en ternura, vuelvo a retomar la misma tarea que acababa de terminar.

En el fondo, me conmueve la impertinencia de las hojas secas. Parecen remordimientos de la naturaleza que se posan en la conciencia del suelo. Porque son como las ausencias, como el silencio, como la soledad.

No hay manera de quitarlas del todo.

jueves, 8 de diciembre de 2016

Conocimiento del medio (I)

Sigue lloviendo

Pero no ha dejado de llover aunque el sol invada el cielo. Sigue cayendo, la siento todavía volar mansamente, gota a gota, penetrando por todos los resquicios del pensamiento, mojándome lo ya húmedo, impidiendo lo seco.

Miro a través de la ventana y no la veo. Apenas un pequeño resto de palabras, como un reguero que se resiste a huir o que no se atreve a volver. Pero la oigo palpitar en todas partes, cayendo desde no sé qué cielo, tomando formas diversas al contacto con el suelo, andando de puntillas tras de mí.

No ha dejado de llover por más que lo digan los telediarios. Llueve sin agua, llueve sin nubes, llueve siempre. Lleva mucho tiempo lloviéndome en cada silencio, justo antes de cada palabra que pienso y, también, justo después de no decirla.

¡Me gusta tanto la lluvia! Que salga el sol si quieres, que salga si no la luna; pero que no deje de llover, que me caiga todo el agua encima. Ya no quiero estar seco porque me ahogaría.

(Sin publicar, diciembre 2009)


Incendio

En mis sueños hace mucho calor
y cuando, al cabo,
me levanto y me visto
sin saber el color que tendrá el cielo,
salgo buscando,
en todos los ojos que miro,
los ojos que llevo en mi sueño.

Incluso ahora que escribo,
sí, precisamente ahora mismo,
en estos bordes que comparten
el insomnio, la vigilia y un incendio,
no puedo dejar de pensar ni un instante
en este calor ni en este sueño.
Y lo peor es que esta llama
que me quema tan desde dentro
no puede sofocarse con agua,
sólo se apaga ardiendo.

(Instanteca, diciembre 2008)


Hierve el agua

¿Cuántas veces tiene que repetirse un sueño para que suceda? No sé, nunca he sabido, sigo sin saberlo, si la energía y el deseo que se entregan al anonimato de lo que uno imagina en los sueños pueden, de alguna manera, modificar la realidad y sustituirla por otra.

Ella está de espaldas y, al poner mi mano en su hombro, se gira y me abraza. Su cabeza se reclina en mi pecho y entre todos los brazos surge el ocho, el infinito.

En cada borbotón estamos más cerca; en cada ruido que prorrumpe, la respiración se acompasa. El universo toma su temperatura y el paisaje se aleja hasta desaparecer.

En cada gota que cae, sobra más el aire que nos separa. En cada bocanada, se difuminan en el contacto los límites de los cuerpos. En cada borbotón, el tiempo se ralentiza hasta hacer olvidar el futuro que viene.

Ninguno de los dos dice nada y la vida parece un soplo, un aliento que roza las caras. Nadie dice nada, nada, porque no hay nada que decir. Y mientras, hierve el agua.

¿Cuántas veces tiene que repetirse un sueño para que suceda? No sé, nunca he sabido, sigo sin saber. Pero he descubierto contigo que hay cosas que con una sola vez que sucedan, con una sola, se repiten para siempre en los sueños.

Y cada vez que hierve el agua.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Despedidas y estrépitos (y IV)

Vecindario

Anuncia el vómito de las pantallas
un fin del mundo cada día.
Subo el volumen de mi esencia cobarde
para no escuchar más soledad que la mía,
pero entra a golpes catódicos el ruido de fondo
y su histeria de cuchillos en el descampado.

Afuera no duerme nadie
en una guerra de mundos que nunca termina,
porque nadie puede escapar de esta pulsión infinita
de sapos que devoran culebras,
de locos que se devanan los sesos en la escalera
cuando el viento palpita en el alma de las persianas.

No puedo dormir esta noche moribunda
de cristales rotos y patadas en la puerta.
Porque me llegan las voces de las madres rotas,
el llanto asfixiante de los niños oscuros,
y el corazón me tirita con el ladrido
de los perros que arañan la luna.

(Instanteca, diciembre 2007)



Odio las columnas

Serían las ganas de salir de debajo de la tierra, el estrés de ir con el tiempo justo, la despreocupación de haber hecho lo más difícil o la inquietud de una tarde de frío en la vegija.

Sería el odio ancestral de las columnas, la luz mortecina de los subterráneos o el espanto de que el regalo inútil que buscaba costaba sesenta euros.

El caso es que antes de entrar por la puerta contraria, repase mentalmente la maniobra que tenía que hacer; y era sencilla, lo difícil había sido meter el vehículo en donde lo metí.

Sería que se me fue el demonio al cielo pensando que había perdido el tiempo, sería que vivo en otra vida por dentro de la cabeza, pero el caso es que aquello sonó a desastre y a rozadura.

En realidad no importa por lo que fue ni de quien es la culpa. Dos mil quinientos kilómetros después de comprarlo, he estrenado el coche en una columna anónima que, por supuesto, no quiero ni volver a ver.

Nada grave. Pintura roja y tirar de seguro. No te lo cuento para darle importancia a un hecho que no la tiene, sino para explicar con un ejemplo una sensación que hace mucho tiempo que tengo.

Cuando la columna se posó en la puerta, paré el coche ante ese pequeño ruido y miré por el retrovisor. Entonces comprendí la situación: la otra columna, el coche de al lado, las dimensiones del vehículo...

Entendí que, hiciera lo que hiciera, maniobrase de cualquier manera, iba a hacer algún estropicio en alguno o en todos los lados. Y es muy difícil moverse sabiendo que vas a hacer daño, que algún corazón quedará siniestrado, que tú mismo te arrancarás la piel.

Pero, después de pensarlo un rato, salí. Salí porque quedarse es morir en el intento, quedarse es sufrir a plazos y pudrirse por dentro, salí, a pesar de la dentera que da ir arañándolo todo al moverse. Salí.

Salí confiando en mi abuela... en que todo tiene apaño menos la muerte.

(La vida es insomnio, enero 2011)

martes, 6 de diciembre de 2016

Despedidas y estrépitos (III)

Tiempos feroces

Del estrépito de atascos y sirenas
a las calles engalanadas,
de las uvas de la suerte
hasta un escombro masacrado de Siria,
de los nombres amados, marcados a fuego
en calendarios impasibles
ante el dolor de los huesos,
hacia la lotería sin calvo
como último reducto de la esperanza.

De la rapiña legalizada y elegante
y la cotización del langostino tigre
en los supermercados de moda,
del viernes negro, de los lunes raros,
de las tardes de villancicos que murmuran
mantras en el hilo musical
de las grandes superficies inhabitables,
hacia los reyes magos electrónicos
y las felicitaciones por Whatsapp
como último reducto de la ternura.

De la lista ordenada y reincidente
de todos mis delitos cometidos,
de cada punto final que sólo pueden
embellecer viejas letras,
de esta soledad menos esperanzada
que la infinita ausencia anterior,
hasta el perro de esta angustia
que solo sabe ladrarme tus ojos
como último reducto del corazón.

Pero el espectáculo debe continuar.
Habitábamos tiempos feroces
y, por si fuera poco,
nos viene encima la navidad.


Despedidas y estrépitos (II)

La piel deshabitada

Hay caminos que el corazón recorre sin retorno, viajes del sentimiento que sólo tienen billete de ida, cambios minúsculos o gigantescos que no tienen vuelta atrás.

"La piel deshabitada" es una obra que pone voz a criaturas sobrecogidas y que habla de los encuentros como regalo, del amor como objeto de felicidad y sufrimiento, del esfuerzo de nadar río arriba para evitar las cataratas.

Es una obra extensa en la que da tiempo a analizar a quienes le rodean; a vestirse y desnudarse varias veces, empuñando las ausencias a veces como heridas y a veces como espada. Los personajes de la obra bailan entre palabras y canciones, sienten la impotencia y el arrebato, mudan de costumbres y de pieles.

De ahí el título, porque todos los episodios juntos parecen una colección de pieles que se han quedado deshabitadas y que sólo la memoria y un sentimiento profundo pero extraño, consiguen revivir todos los días durante unos minutos robados a la vida real, esa que nos mantiene locos y cuerdos, tiernos y huraños, nostálgicos y entusiasmados.

"La piel deshabitada" es un principio que no encuentra nudo y que vive aterrado por el desenlace. "La piel deshabitada", estimados espectadores, puede ser cualquiera, ésta misma que aquí les dejo, la que no se toca durante meses.

Y puede pasarle también a ustedes.

(La vida es insomnio, diciembre 2012)

Han sido casi 400 textos, publicados durante algo más de tres años, aunque escritos durante mucho tiempo más. He recibido casi 300 comentarios que se han quedado aquí grabados, y otros tantos, o quizás más, en conversaciones de cigarro o de cerveza.

Este insomnio que ha sido la vida, ha sido visitado por unos doce mil pares de ojos aunque, posiblemente, la mitad de las miradas hayan sido mías.

La entrada con más visitas es la que se titula Intención literaria, no sé bien por qué. Esto de los gustos es complicado. Me resultaría muy difícil decidir cuál es la creación de la que más orgulloso me siento.

Ocurre, cuando se escribe y se relee lo escrito un tiempo después, que más que la calidad de las metáforas o de la sintaxis, uno se fija en las emociones que tuvo (y contuvo) cuando escribió.

Y ordenar emociones es muy difícil, porque se encabalgan unas sobre otras, se potencian a ratos y a ratos se atenúan, en función de las propias del momento en que se vuelven a leer los textos.

Pero yo sé que me dejo aquí el esqueleto, aunque nadie me lo haya visitado nunca. Como creo que se me ha acabado el tiempo mientras tanto y estoy, completamente seguro ya, de saber acerca del ridículo y de cuánto lo agradezco.

También sé, y no me duele, que cuando me vaya, ya nunca habré estado aquí.