martes, 18 de octubre de 2016

Esquinas, rincones, portales (I)

Deshaucio

La luz de la lámpara ensordecida
en aquella noche sin ventanas.

O el tumulto de un roce.

Las palabras, que vuelven o se escapan,
de tantas veces como estuvieron dichas.

Las lágrimas y las risas,
el cuarto del incendio, la nieve
que chorreaba aquella tarde de marzo
entre tus besos llenos de frío.

El olor a carne recién amada
y el desencanto posterior.

La parte del color del trigo
que todavía me asalta la memoria,
las noches de insomnio, la soledad
cuando se va deshaciendo la madrugada
en cigarros y duermevela.

Todo lo que siempre llega tarde
y todo lo tarde que llegamos siempre.

Unos cuantos litros respirados de aire
en las proximidades de los besos,
las manos que se buscan, los ojos
que traen un sueño mientras otro es el sueño
que los cierra en la lejanía.

Diversos números de teléfono olvidados.
Aquel aroma tuyo a dulce melancolía.

Todo lo que he sido, todo lo que soy,
todo lo que tengo
está en eso que ya no es mío:
este es el inmenso desahucio
a que nos va sometiendo la vida.

Aunque más tristeza la de quien pueda
vivir sin necesitar algún olvido
que espantar en las canciones de moda,
que echarse a los poemas.

(La vida es insomnio, diciembre 2011)



De la nostalgia

Recuerdo solamente que he olvidado el acento de las más amadas voces,
y que perdí para siempre el olor de las frutas de la infancia,
el sabor exacto del durazno,
el aleteo del aire frío entre los pinos,
el entusiasmo al descubrir una nuez que ha caído del nogal.
Sortilegios de otro día, que ahora son apenas letanía incolora,
vana convocatoria que no me trae el asombro de ver un colibrí entre mi cuarto,
como muchas madrugadas de mi infancia.
¿Cómo recuperar ciertas caricias y los más esenciales abrazos?
¿Cómo revivir la más cierta penumbra, iluminada apenas con la luz de los Beatles,
y cómo hacer que llueva la misma lluvia que veía caer a los trece años?
¿Cómo tornar al éxtasis de sol, a la luz ebria de mis siete años,
al sabor maduro de la mora,
a todo aquel territorio desconocido por la muerte,
a esa palpitante luz de la pureza,
a todo esto que soy yo y que ya no es mío?

(Darío Jaramillo Agudelo, Poemas de amor, 1986)

viernes, 7 de octubre de 2016

Inolvidables

A primera vista

La probatura inicial no tuvo mucho misterio, suele ocurrir en todos los primeros encuentros. Nunca creí en las cosas a primer oído. Intercambiamos la voz, es cierto, pero nada más. Ni quise dejar, ni descubrí ningún mensaje escondido.

Después de mucho tiempo, lo volvimos a intentar. Mirando, abriendo bien los ojos, apartando las pestañas incluso. Aunque nunca creí en las cosas a primera vista, tu mirada me escondió el primer secreto compartido.

Más tarde, nos propusimos seguir el rastro de las letras que el azar puso junto al camino. Nunca creí en las cosas a primera lectura, pero hubo versos infinitos que dibujaron el quicio de una puerta entre dos mundos muy diferentes.

Entablamos reflejos y espejismos, acometimos viajes y regresos. Activamos hechizos duraderos que hacían hervir la sangre con un fuego conspicuo. No creo en las cosas a primera magia, pero construimos un manojo de castillos que flotaban.

Abordamos entonces, con el corazón convertido en coraza, el recóndito desequilibrio de las manos y la electricidad estática de los murmullos. Alfareros improvisados, promovimos sobre el barro el abordaje de otros labios en un empréstito de aires. No creo en las cosas al primer tacto, pero aún me palpita en la piel el eco de tus dedos taconeando.

No renunciamos, tampoco, a probar la pesada sutileza de la ausencia, ni el mar contenido en la marea de aquel vaivén, cuando venías queriendo irte, pero te ibas pensando en volver. Nunca he creído en las cosas al primer movimiento, pero reconozco que estuve mucho tiempo durmiendo en la estación.

Nunca he creído -y sigo sin creer- en las cosas que ocurren al primer algo, al primer nada. Pero creeré siempre en el poder pequeño e incansable de la constancia. Y en el de la imaginación.

(Instanteca, octubre 2008)


Patos y benjamines

Estaba el pobre temblando de olvido, pinchado y solo. Fue lo primero que hice al entrar, buscarlo, y, al verme, saco su naranja más intenso para saludarme.

El amarillo, en cambio, estaba apagado, lleno de polvo, camuflado entre la oscuridad que reinaba. Levanté la persiana y con la luz, cobraron vida de nuevo las imágenes que estaban allí guardadas.

El último te quiero andaba colgado en la puerta, la silla que se cabalga chirrió los goznes como intentando, una vez más, sostener nuestro peso imaginario.

Entonces busqué el encargo. Aparté el árbol y la casa, me hice hueco en la soledad del rincón y abrí el armario. No estaba visible a primera vista, así que moví bolsas y revisé los estantes hasta encontrar lo que buscaba.

Y como suele suceder siempre, buscando una cosa, se encuentra otra. Allí estaba el más pequeño, perdiendo burbujas detrás de una bolsa, vestido de luto como si anduviese penando una culpa que no tiene.

Es rigurosamente cierto lo que le dije a ella la otra noche. El amor no se queda en las cosas, los abalorios del pasado no están untados con la esencia de los ausentes. Las personas inolvidables, eso lo creo firmemente, no lo son gracias a la química de la memoria.

No. La memoria es la más traidora y la mejor amiga, un veneno mortal y al mismo tiempo, su antídoto. Pero la memoria es sólo un punto de conexión de la trama infinita en la que  vivimos. A los inolvidables, los llevamos dentro, por dentro, desde dentro. Y es que nosotros somos como somos, porque ellos fueron como fueron.

Aun estando completamente convencido, no pude resistir la nostalgia de ver solos (o de sentirme yo) los patos y los benjamines, y los eché en la mochila para tenerlos en casa.

Un día triste, de los muchos que tienen que llegar en todas las vidas que vivamos, el pato y yo, metidos en la bañera, brindaremos con benjamín para matar tu ausencia. Aunque ya sé que no estás en ellos y tu ausencia no morirá por eso.

(septiembre 2011)

lunes, 3 de octubre de 2016

Preposiciones, posiciones y suposiciones del mes en curso

Preposiciones deshonestas

A cuatro patas
ante el morbo del espejo.
Bajo el cobertor arrugado
cabe encontrar un trozo de cielo.
Con tu espalda atrapada
contra la pared fría,
de rodillas en el suelo,
desde el primer beso
en el sofá que chirría,
entre tus piernas desplegadas,
hacia fuera y hacia dentro,
hasta el fondo del estruendo
para llegar a la pulpa del gemido.
Por encima de la ropa,
según se erizan tus pezones
sin miedo a la mordedura,
so pretexto de una piel que se desnuda,
sobre la alfombra de las doce,
tras la puerta que se cierra.
Durante horas abiertas,
mediante el amor y su roce,
como un dulce vaivén
deshonesto, infiel,
húmedo y salobre.

(La vida es insomnio, octubre 2012)



Dentro

Suelo escribir en la soledad de mi ordenador, en el mismo sillón, al lado de la misma ventana. No sé si es una de tantas manías absurdas en sí mismas, pero en las que creemos con fe de catecismo.

Como tocarse las llaves en el bolsillo antes de tirar de la puerta o apagar y encender la luz cinco veces. O ponerse la camisa roja de la suerte o sacar siempre primero el pie izquierdo de la ducha. Manías impenitentes que un día empezaron por alguna causa que ahora ya no recordamos.

Cuando escribo, procuro sentarme allí, en el sitio de las musas, en donde siempre escribo. Como si hubiera algo más de ellas en ese asiento que en ninguna otra parte del mundo.

Ahora que tengo un ratito, con la tranquilidad de quien se siente en casa, he pensado que, si hay algún sitio en que las huellas se me aparezcan sin recato y sin interrupción, es precisamente en este tiempo y en este espacio.

Así que me he puesto aquí, en este rincón del universo en el que tal vez podamos coincidir alguna vez, para dejar que salgan palabras, que me hagan cosquillas en los dedos al teclearlas e intentar componer con ellas un pensamiento que nos acerque un poquito.

Pero me estoy dando cuenta que no es éste el sitio en el que las presencias son más fuertes. Ni tampoco el otro sillón, ni la esquina del ángulo muerto, ni la sombra del árbol, ni ningún portal.

El sitio en el que más te siento, en el que estás siempre, lo llevo dentro.

Pero no sé cómo se llama.

(octubre, 2010)



Condena

Aquel que desea la felicidad, esta condenado a buscarla. Quien la encuentra, a perderla. Quien la pierde, a recordarla. Y quien es capaz de recordarla, puede sentirse afortunado, porque, al menos alguna vez, caminó de su mano.

Aún siento su tacto sobre mi piel de vez en cuando. Quizá no se haya ido del todo de mi lado… todavía.

(Instanteca, octubre 2006)