jueves, 29 de septiembre de 2016

Fin de mes

Juego de niños
Y algunos niños idiotas han encontrado por las cocinas
pequeñas golondrinas con muletas
que sabían pronunciar la palabra amor.
F.G.LORCA


“E-cinco” dijiste la primera vez; como si nada, lo primero que vino a tu mente, cosas del azar. Yo me sentí tocado nada más empezar este juego de secretos, cavilando el roce de las miradas desatadas que nos propinamos sin querer.

“E-seis”, continuó tu maniobra, y me volviste a tocar. Yo estaba contento porque, en el fondo, a todos nos gusta ser descubiertos en otras manos suaves y blancas. Después de eso, ya se sabe que con un solo beso se alteran las brújulas y se redibujan las cartas de navegación.

Bastó poco para que afinases la puntería con un ”E-siete”. Me dejaste herido de muerte, hundido sin remisión en tus ojos, deseando que tu abordaje me durara para siempre.

Hice trampa, ahora puedo confesártelo, y, sin que tú me vieras, moví mi corazón un poquito para que pudieras darle más fácilmente. Y en verdad que no hubiera hecho falta, porque hay algo en tus ojos que me adivina el rumbo, desde el principio; como hay algo en tu boca que mueve todos los vientos a tu favor.

Pero ahora que es mi turno de estar hundido, ahora que tu recuerdo me tiene ahogada la voz, te escondes detrás del tablero y, a todos los números y letras que digo, siempre me respondes con lo mismo: agua, agua, agua...

Y nunca acierto a tocarte el corazón.

(Instanteca, septiembre 2008)






CONSEJOS

Sabe esperar, aguarda que la marea fluya
—así en la costa un barco— sin que al partir te inquiete.
Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya;
porque la vida es larga y el arte es un juguete.
Y si la vida es corta
y no llega la mar a tu galera,
aguarda sin partir y siempre espera,
que el arte es largo y, además, no importa.

(Antonio Machado, Campos de Castilla, 1907-17)

viernes, 23 de septiembre de 2016

Otoño

Arrecia el pasado

Arrecia el pasado. Como un mar hecho de naufragios, cada cierto tiempo devuelve los restos de alguna de aquellas travesías que se quedaron a medio camino entre lo imposible y la tenue levedad de palabras disparadas al aire.

Todo parece igual cuando, esa misma memoria que embellecía rostros, no produce extrañeza en las arrugas. Uno se pregunta si el recuerdo de cada persona envejece con ella aun en la distancia o somos nosotros los que envejecemos tanto que le sacamos treinta años de ventaja.

Llega el momento de la tormenta, cuando uno, delante de esos restos depositados en la orilla, se juzga a sí mismo estrenando, en cada palabra, una misericordia nueva, una mentira adecentada, un complejo convertido en virtud.

Arrecia el pasado cuando la culpa siempre la tuvieron otros. O el azar, o la desdicha de no ser de ningún lado después de haber vivido tanto tiempo en todas partes.

Todo parece igual cuando el dolor antiguo todavía se transforma en lágrimas. Lágrimas lentas, esbozadas apenas en unos ojos que ya no distingo si son los mismos que fueron o son otros tan cansados como los míos.

Llega el momento de la tormenta y el recuerdo deja la carne ajena que habitó durante hora y media, para volver a su funda de niebla, a su estante de humo, a su rincón de luz pretérita y embellecida.

Arrecia el pasado. El futuro sigue empecinándose en ir llegando sin ruido y sin aviso. Cuando tus manos, aquellas que me conocieron tan de cerca, siguen el otro camino y se despiden nuevamente, como entonces, sin el consuelo de un abrazo que echar de menos.

Arrecia el pasado y, de repente, cuando ya empiezo a tener el paraguas preparado, escampa el mundo cruzando hacia el otro lado de la calle armado con un "¡claro que te llamaré!".

Y vuelvo a escribir sobre lo mismo que escribo siempre mientras, afuera de mí, en ese lugar que ya no importa que haya caído tímidamente en el otoño, arrecia el presente.

(La vida es insomnio, septiembre 2012)



POEMA DEL NO

Me decías que no. Por tu mirada
pasaban barcos lentamente. Había
gaviotas en tus ojos, en tus blandos,
oscuros ojos grandes,
donde iba cayendo la amargura
como un anochecer de altas sirenas
en los puertos del Sur.
Me decías que no serenamente.
Era un no original, que ya existía
antes que tú, que hablaba por sí mismo
mientras que tú, impotente, absorta, fijos
en mí tus ojos, lo sentías vivo,
palpabas su raíz por tus adentros.
Era un no adivinado,
mudo, pesadamente silencioso.
Tu duro cuerpo tibio
me decía que no, sin causas, iba
replegándose, como
si volviese a la infancia. Tú no eras.
Me decías que no, y en tu mirada
cabalgaba un dolor que yo diría
maternal. Un dolor implorando
comprensión. Un no de contenida
pesadumbre, pero total, abierto,
levemente asomado
a las playas del llanto.
Me decías que no lejana, sola,
terriblemente sola, maniatada,
sin un porqué donde apoyarte, pero
era no, era no, sin gritos, no...

Los puertos, las sirenas,
los barcos en la noche, todo iba
perdiéndose, alejándose.
Yo, delante de ti, triste, abatido.

(Rafael Guillén)


Otoño

El otoño es un cansancio de árboles adormecidos, un hueco parduzco por donde se cuela ese viento hecho de voces malheridas que vagan sin rumbo y vienen de otras primaveras de la memoria.

Ese viento se cuela en las palabras que me dices, las hace tintinear en los oídos y, después de agarrarse a un tácito pacto de consuelo, caen a la tierra como sin vida, planeando en un vuelo estéril contra la gravedad.

Se mete el otoño en los pensamientos, agarrota las caricias y desabriga los cuerpos de aquella luz que tenían cuando la pregunta del deseo no tenía respuesta conocida.

Entre nosotros se ha interpuesto un otoño de horarios imposibles, de silencios inhóspitos y temibles miradas ausentes. Se nos está atravesando el otoño de los destiempos, ese en el que nos vemos cada vez más lejos, cada vez más quietos, más deshojados.

Llega el viento como enemigo. Un viento que ha perdido el brillo de la esperanza, un viento que hace que las palabras pasen de puntillas y que se cuela en los besos que sólo saben a alivio. Un viento que no obtiene más respuesta que borrar las interrogaciones del deseo y rellenar los abrazos perdidos con el alma de una duda.

(La vida es insomnio, octubre 2010)



Oración pagana

Sopla recio a mi espalda,
viento oscuro y tenaz del desarraigo,
confúndeme los pasos y sitúa mi norte
donde no halle el amparo de esta mansa morada.
Quiero arder en la noche como un fuego sin dueño
mientras la noche dure,
y que el santo egoísmo
de quien busca el placer y renuncia al soborno
con que compra el resguardo voluntades
me atraviese de espinas por pretender la rosa.
Yo le entrego al diablo cuanto tengo por mío,
y que él lo malvenda,
y sólo pido a cambio caminar a su lado.
De la paz pusilánime que en el orden anida
no mendigo limosna: que el desconcierto traiga
su cizaña a la casa que mis manos levanten.
Porque sólo en el roto corazón de lo turbio
he encontrado la luz verdadera del fuego,
que las sombras me lleven,
y yo lleve conmigo, cuando sea la hora,
la clara vecindad de la tiniebla ardida
de mi noche a la noche.

(Vicente Gallego, Santa deriva, 2002)

martes, 20 de septiembre de 2016

Huida

Huida

Podría parecer que huyo, que el horizonte se me aleja por todos lados sin acercarse por ninguno. Que, una vez perdido un rumbo, me da igual cualquier fuga siempre y cuando no me traiga de regreso. Que me escabullo de humo y me deshilvano para no dejarme tocar.

Puede que huya, que mire atrás con agotamiento, que me espanten las sombras que antes me refrescaban del sol. Que empuñe los renglones para protegerme del precipicio, que me agarre a las rimas como si bailase el último vals.

Estoy huyendo, cada vez más deprisa, a saltos que me disparo al aire, descartando los sitios a los que ir y rompiendo los sitios en los que quedarme. Huyo de lo posible para, en lo posible, dejar todo atrás y poder huir hacia adelante en medio de la tormenta. Huyo como si desapareciera desde dentro.

Huyo de mí mismo a todo correr, me borro la boca, me quito las manos, me parto en poemas pequeñitos que tirar a la ceniza. Huyo de cada historia empezada antes de que le llegue el fin y haya que zafarse de un corazón rebosante.

Huyo de mí y, al volver atrás la cabeza, veo que me he perdido de vista y que nadie me sigue. Y entonces, despavorido, huyo aún más de mí, saltando de dos en dos los escalones que me llevan hasta el miedo de llegar a alguna parte y dejar de querer huir.

Huyo tan a fondo, tan deprisa, me ausento tan profundamente, me escapo con tanta fuerza que, al final, siempre sigo aquí, en el otro camino.

(La vida es insomnio, septiembre 2010)



EN EL CAMINO

Han pasado diez años y es un día de invierno.
Tú caminas por las avellanedas.
y vas junto a esos sauces amarillos que avanzan
por los ríos con luna.

No será como ahora, no tendrás veinte años;
la nieve irá acercándose a tu casa
y el aire verde moverá en tus ojos
sus bosques de cristal y de silencio.

Recuérdalo, hubo un río.
Los árboles vivían
en el imán del agua.
Por la noche, escuchábamos gotear en las sombras
la canción de los búhos.

Y, luego, la corriente se llevó nuestras caras.
No sabemos a dónde. No sabemos por qué.

Aún estamos aquí.
Pero, de pronto,
han pasado diez años
y tú y yo somos dos desconocidos.

(Benjamí Prado, Un caso sencillo, 1986)

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Maneras elegantes de decir que no

Según como fluya la vida, iremos desgranando todas las margaritas que tenemos en las manos. Según como fluya, entenderemos la paridad de muchas y contribuiremos inexorablemente al deterioro de las otras.

Quizá toquemos alguna vez un sueño, justo antes de que nos explote en las manos. Según fluya la vida, lloverá tímidamente en las primaveras o vendrán gotas frías en otoño.

Los misterios se acabarán resolviendo a destiempo, las dudas se cambiarán por otras nuevas con más prestaciones de fábrica, los secretos se convertirán en historia que contar delante de una cerveza. Según como fluya la vida, tomaremos café para alargar un poco más las escasas visitas o nos despediremos con un beso rápido y discreto que evite que alguien nos vea suspirar.

Se aclarará una parte del paisaje y se oscurecerá el otro hemisferio. Se doblarán todos los mapas por las líneas confusas que no llevan a ningún tesoro; elegiremos entre tomar u ofrecer veneno, cambiaremos de talla y de certezas, seguiremos escogiendo extraños modos de no parecer ridículos.

Según como fluya la vida, el azar nos tomará de la mano o del cuello. Resistiremos o nos dejaremos caer, y vendrán días pretéritos para alegrarnos los ojos o para humedecerlos. Haremos planes que se cumplirán con su puntito de infidelidad manifiesto o tendremos que cambiarlos por otros más domésticos.

Según fluya la vida iremos viendo si el dichoso porvenir es tan amable de presentarse a las citas o nos sigue dejando plantados; según fluya la vida, empezaremos a entender que no eran sino éstos los días venideros que esperábamos ansiosamente devenir.

Le dije que no podíamos dejar tantos meses hasta el siguiente encuentro, que tendríamos que vernos antes. Parpadeó levemente. Durante una respiración dirigió la vista hacia el infinito ese en el que hallamos todas las respuestas difíciles y, cuando la encontró, le dibujó a la tarde una sonrisa amable:
-Claro... según -hizo una imperceptible pausa- como fluya la vida.

Así pues, sin más dilación ni más literatura, dejemos que fluyan suavemente la vida y sus elegantes maneras de decir que no. Dejemos que rezume el azar sus trampas y sus obsequios, que el tiempo mane sus terribles o maravillosas estafas. Dejemos que circule el mundo en el que nos ha tocado sentirnos vivos, dejemos que las palabras y los silencios se vayan derramando sobre esta inmensa partitura que nunca parece estar derecha.

Dejemos que fluya la vida de modo que nos consienta acompañarla y discurrir con ella. Y si no puede ser, que, al menos, nos permita, preferiblemente con ayuda, salir fluyendo.

Fluir, fluir hacia delante, fluir sin que nadie nos persiga... No es un verbo tan extraño. Lo hemos conjugado todos alguna vez.



Persistencia del olvido

Recuerdo una ciudad como recuerdo un cuerpo.

Caía ya la luz sobre las calles
ya caía en tu cuerpo
-en un hotel oscuro, o en no sé
qué habitación sin muebles de no sé
qué ciudad- la luz agonizante
de velas encendidas.

Un temblor
de velas, o un temblor de árboles,
en el otoño sucedía -no lo sé-
en la ciudad que no recuerdo
-ya esa desmemoriada sensación
de haber estado allí, ignoro adónde,
con alguien que no sé,
quizás en la ciudad que siempre olvido.

Tal vez era la lluvia: mi pasado
ocupa un escenario de calles desoladas.
Sin duda era la lluvia golpeando
los cristales de un taxi, con alguien a mi lado,
con alguien que ha perdido
sus rasgos con el tiempo.

O era yo
-no lo sé-, tal vez yo mismo
reflejado en cristales mojados por la lluvia.
Quizás era en verano, no recuerdo,
y era otra ciudad la que ahora olvido.
Una ciudad con bares junto al mar,
donde tú nunca estabas.

No sé bien
qué ciudad era aquélla en que la luz
tenía la apariencia de una flor abrasada,
pero tus manos frías estaban en mis manos,
tal vez en algún cine con palcos de oro viejo,
en su caliente oscuridad.

Una ciudad
se vive como un cuerpo,
se olvida como él.

Posiblemente
ahora evoco ciudades que existieron
al lado de esos cuerpos que existieron
en ciudades que existen tal vez en el olvido.
Que deben existir, pero no sé.

(Felipe Benítez Reyes)

viernes, 2 de septiembre de 2016

La primera vez que escribo este poema

Agosto 2011

La primera vez que escribo este poema

Supongo que este modo
de caminar por la playa
dejando que las olas y su espuma
me alboroten el camino,
que esta manera de andar
siempre un pie más arriba que el otro,
hundiendo primero los talones en la arena
enterrando los dedos juntos
como despedida de cada paso.

Supongo que esta forma
de dejar huellas fugaces
sobre el material sensible
con que funcionan los relojes,
es una técnica para no mirar
atrás,
un modo de caminar
por la nieve de otros días
sin tener que esperar una ventisca
que me borre la memoria.

Supongo que este mecanismo
de tener un horizonte plano a un lado
y andar por donde no quema la arena,
supongo que esta necesidad
de tallar blandamente las huellas
para que nadie las descubra,
es una obligación que he contraído
a fuerza de equivocarme y tropezar.

Y supongo que este modo
de equivocarme sobre el borde del mar,
que esta manera airosa
de tropezar sin que se note
esperando la ola que barre los restos,
es un modo de aferrarse
a la vida que consiste
en olvidar las otras veces
y creer
que ésta es siempre la primera vez:
la primera vez que siento
lo que estoy sintiendo ahora,
la primera vez que escribo
este poema.



MUDAR DE PIEL

Lo difícil es mudar de piel
la primera vez.
Después…
Oteas como un diafragma fotográfico
el cuerpo, su intemperie
luego las clandestinas caricias
las voces en murmullo,
los besos tras la puerta
que te obligan a buscar una isla blanca
en marejadas de olvido.

Al mudar de piel vuelves a sentir,
te izas como vela.
En tus sábanas blancas
el mundo es tuyo otra vez.

Lo más difícil es arrancar raíces,
dejar trozos del rompecabezas.
No colgar el bolso de cuero
cuando ves la cama vacía...

Sabes que emigras a una nueva piel.

(Lina Zerón, La spirale du feu, 1999)

jueves, 1 de septiembre de 2016

Septiembre y los propósitos de enmienda

Dejar las adicciones

Me quiero quitar del tabaco, pero me cuesta. No sé qué hacer con las manos y noto una especie de llamada interna, un ahogo inespecífico que me sacude los pulmones, cuando no tengo la cabeza ocupada. Me cuesta, pero voy a dejarlo.

También quiero dejar de comer, no del todo, pero sí entre horas, entre minutos diría más bien. Comer lo justo para mi tipo de vida, pero me cuesta. A veces noto una ansiedad que me envenena, un deseo irrefrenable de frutas o de sal, una oquedad en el estómago que se expande al resto del cuerpo, como si tuviese un pie metido en el vértigo de estar al borde de un precipicio. Me cuesta, pero voy a dejarlo.

Quizás debería dejar de soñar, dejar de escribir bobadas en verso, coger la cuenta corriente por el haber y retorcerla hasta que suene a dinero. Cobrar los favores en carne y venderme bien, por lo menos, a mejor precio. Quizás debería también fabricarme un currículum a base de títulos inútiles o sacarme algún carnet de esos que luego te piden para ascender. Me costaría, puede que ya sea tarde, lo sé, pero también sé que si me empeño...

Entonces, mientras pienso en ello, te veo después de tanto tiempo y no sé qué hacer con las manos si te tengo cerca y noto una especie de llamada interna, un ahogo inespecífico que me sacude los pulmones, cuando me tienes ocupados los ojos y la cabeza.

Y noto una ansiedad que me envenena cuando estás sentada a mi lado y casi me rozas, siento un deseo irrefrenable de frutas o de sal, me oprime una oquedad en el estómago que se expande al resto del cuerpo, como si tuviese un pie metido en el vértigo de estar al borde de un precipicio.

Hay adicciones que no quiero dejar, ni siquiera en septiembre, que es cuando uno se propone todo lo que no consigue.


Escribir en el diván

Cuando empecé a escribir este texto, ya llevaba más de 24 horas sin hablar con nadie.

Bien es cierto que escribí un sms y un correo, y que leí las correspondientes respuestas. Pero no he escuchado mi propia voz.

Es fiesta en el pueblo y, cómo no, hay jaleo de vecinos que suben y bajan a la feria. Más que escucharlos, los oigo como a lo lejos, como el que escucha el ruido del mar mientras lee una novela.

No es tan raro esto que me ocurre. Si eliminamos los saludos protocolarios, las conversaciones banales sobre el tiempo o contestar a la cajera del mercadona que no quiero bolsa, me ha pasado varias veces.

Todos los idiomas tienen una parte dedicada a ese no decir nada que tantas páginas u horas de emisión consume. Tantos encuentros se desmoronan en ese no decir nada que tienen todos los idiomas que, para cuando se tiene mi edad, uno ya es un experto, aun dedicándole poco esfuerzo.

Sin embargo, en esas 24 horas, no he dejado de pensar ni un solo momento, ni siquiera en sueños; aunque esa parte no la puedo demostrar.

Cuando hace unos años me decidí a escribir todo eso que pienso y que nunca le digo a nadie, ni siquiera a ti, sentí cierto alivio.

Pero, curiosamente, ese alivio no consistía en hacerme entender, ni en conseguir respuestas empáticas de los lectores; sino en el simple hecho de sacarlas de mi mente, expulsarlas como sobrante para poder olvidarlas en cuanto que las escribía y dejar paso a las palabras siguientes.

Últimamente ya no. Quiero decir que las suelto como antes, las escribo cuidadosamente, pero no se me van. Se quedan, girando, enmarañándome los pensamientos y la soledad, orbitando a mi alrededor como satélites que me cercan y me vigilan estrechamente, a todas horas, buscando un hueco en mi memoria al que volver.

No tengo teoría al respecto, simplemente te lo cuento por si tú sabes de qué estoy hablando o por qué me pasa esto. No lo sé y, al tiempo que me fascina el cambio, me preocupa.

Sólo sé que, últimamente, escribir se me parece mucho a hablar solo. ¿Debería comprarme un diván?